Brigitte Boudon
Platón, ¿De dónde viene el nombre de las cosas?
«Conocer el nombre es conocer la naturaleza de las cosas”, Platón, Crátilo.
¿Qué relación tiene el lenguaje con el mundo? Al principio del siglo IV antes de Cristo, Platón (428 a 348 ad C), alumno de Sócrates, abre en Atenas una escuela filosófica que se mantendrá durante más de ocho siglos. Al utilizar la forma de diálogos, desarrolla una obra considerada como fundadora de la filosofía en Occidente. Alrededor del 390 a. d C., finaliza uno de sus diálogos cuyo objeto es decidir si el lenguaje es pura convención entre los hombres, o bien si tiene una relación directa con el mundo que nos rodea: es el “Crátilo” en el cual Sócrates es, como siempre, el portavoz de Platón.
¿Son arbitrarios los nombres?
Este diálogo empieza con la presentación de dos tesis opuestas. La primera, es de Crátilo, que sostiene la existencia de una justa denominación para cada objeto, y que los nombres son justos por naturaleza. “Aquí Crátilo afirma que cada uno de los seres tiene el nombre exacto por naturaleza. No que sea éste el nombre que imponen algunos llegando a un acuerdo para nombrar y asignándole una fracción de su propia lengua, sino que todos los hombres, tanto griegos como bárbaros, tienen la misma exactitud en sus nombres.»((Platón, Crátilo, Editorial Gredos, 1987.))
La segunda tesis, defendida por Hermógenes, sostiene que la naturaleza no es del todo responsable de esta justeza, y que las palabras son el resultado de acuerdo o de simple convención entre los hombres. “Pues bien, Sócrates, yo, pese a haber dialogado a menudo con éste y con muchos otros, no soy capaz de creerme que la exactitud de un nombre sea otra cosa que pacto y consenso. Creo yo, en efecto, que cualquiera que sea el nombre que se le pone a alguien, éste es el nombre exacto. (…) Y es que no tiene cada uno su nombre por naturaleza alguna, sino por convención y hábito de quienes suelen poner nombres.» (( Ibid.))
He aquí el reto planteado. ¿Estará impuesto el nombre de las cosas por la naturaleza o quizás por una convención más o menos arbitraria? Si la tesis de Hermógenes nos parece familiar, la de Crátilo plantea algunos interrogantes. ¿Qué significa un nombre “exacto por naturaleza”? Para Platón, nominar un objeto es un acto de carácter ontológico de inmediato. Consiste en decir loque es, y se refiere al “ser” de cada cosa. Conocer los nombres es conocer las cosas. Por ejemplo, la etimología no sirve solamente para adornar los discursos, sino que nos entrega la clave de la significación profunda e íntima de las cosas. Habría entonces una sabiduría escondida depositada en las palabras gracias a su capacidad de revelar lo que es. La preocupación del “hablar bien” no sería solamente una habilidad a manejar la lengua, sino la posibilidad de remontar a la esencia, al mundo inteligible de las ideas, según la terminología de Platón.
Un puente entre los mundos inteligible y sensible
Platón desarrolla su propia tesis. Según él, existen dos maneras de ver la realidad: o bien bajo el ángulo del cambio, del espacio-tiempo cotidiano, del mundo sensible en el cual todas las cosas vienen a la existencia, se mantienen y desaparecen; o bien bajo el ángulo inmutable e inteligible de las propiedades que forman la esencia de las cosas. El famoso enigma del barco de Teseo ilustra esta alternativa: de vuelta de Creta, los atenienses deciden preservarlo cambiando las tablas desgastadas por tablas nuevas. Después de cierto tiempo, no queda ni una sola pieza original, pero la forma permanece idéntica. Desde un punto de vista conceptual, es el mismo barco, pero materialmente, no lo es. Según Platón el lenguaje es un intermediario entre los mundos inteligible y sensible. De hecho, según su opinión, el nombre es el signo de una idea. “Manzana”, “gorro”, “tijeras” o “casa” son nombres que pueden aplicarse a cantidad de objetos singulares y diferentes. Así resulta que el lenguaje es el orden de la generalidad y no de la particularidad. En efecto, no se da un nombre particular a cada objeto. Cuando el espíritu da un nombre, procede por categorías. Saca una noción abstracta de las propiedades y las reúne bajo un concepto. El nombre no designa el objeto que tenemos delante de los ojos, sino su idea (su imagen mental, como lo diríamos hoy).
Esta tesis típicamente idealista se opone a la de Hermógenes, quien considera el lenguaje como una simple convención humana. Platón considera que si es únicamente el hombre quien da sentido y valor a las cosas, entonces no hay ni verdad ni error; no hay nada que se pueda denominar o calificar con exactitud. Lo que será considerado grande por una persona parecerá pequeño a otra. Y así será en todas las cosas. Ya no habrá más manera de dialogar. Todo lo que se dirá será igualmente verdadero e igualmente falso, o, para decirlo de una manera más correcta, todo no será ni verdadero ni falso. Es la razón por la cual Platón, por intermedio de la voz de Sócrates, critica la tesis de Hermógenes.
El nombre no es ni siquiera la imitación de la cosa en lo que tiene de sensible sino en lo que tiene de inteligible. La interjección, las onomatopeyas, los gritos o la imitación de los sonidos de la naturaleza no son más que la materia bruta de la palabra. El lenguaje verdadero comienza cuando la imitación grosera de los objetos cesa y donde empieza el pensamiento. El lenguaje es como un vestido del pensamiento, aun si Platón se ve obligado a admitir que la convención desempeña un papel en la formación de nombres, y que es a menudo más conveniente conocer las cosas a partir de ellas mismas, en vez de los nombres que se les han dado. “La exactitud de un nombre, sea lo que fuere, indique la cosa tal como es.”
El mal uso de la palabra
Durante toda su carrera, Platón tuvo a los sofistas como adversarios; esa escuela de pensamiento afirmaba que el arte del lenguaje – la retórica – tiene un solo objetivo: persuadir al otro, cualquiera sea el precio. En el Gorgias, Platón (a través de Sócrates) reprocha a sus interlocutores sofistas de hacer pasar por verdadero lo que no lo es. Es el principal reproche formulado en contra de la retórica: el no interesarse por la verdad, sino el preocuparse únicamente por la apariencia y por lo verosímil y, sobre todo, complacer al público al cual se dirige. La retórica de los sofistas es un arte de la adulación, sin reglas ni preocupación hacia el bien. Platón reprocha a Polos al defender una moralidad de apariencia que excusa las injusticias más terribles. En cuanto a Calicles, quien pretende ocupar una carrera política apoyándose en la muchedumbre, es el símbolo de un inmoralismo radical que rechaza toda obligación de justicia y de verdad. Sin embargo, Platón no condena el arte de la palabra. Rechaza su mal uso que consiste en crear una realidad ficticia, a veces muy convincente. Es su principal peligro, análogo al de la poesía, lo que llevó a muchos exegetas a decir que a Platón no le gustaban los poetas.
Pero lo que Platón criticó a lo largo de toda su vida es la omnipotencia del simulacro, de la ilusión, del pretexto destinado a adular y complacer al público, dejando de lado la verdad. Platón muestra que con demasiada frecuencia se utiliza la retórica para que el pueblo se adhiera a los valores del poder dominante. Para nosotros, lectores de hoy, el problema sigue más o menos igual.
Aristóteles. El poder del orador
Aristóteles, fundador de la retórica, es el primer filósofo que formalizó el arte de manejar el discurso y la persuasión de su auditorio. Los filósofos griegos se interesaron bastante por los medios del lenguaje. Fueron, en el sentido etimológico de la palabra, “philologoi,” “los enamorados de las palabras».
Reflexionaron en la naturaleza del lenguaje, sus orígenes, sus relaciones con lo verdadero, el bien, lo bello, lo útil, y le reconocieron una especificación humana. Aristóteles (384 a 322 ad C) en particular promovió el arte del discurso y Retórica es el texto que le consagró. Muy conocido de los filósofos griegos y romanos, ha sido copiado a menudo en las escuelas monásticas de la Edad Media, traducido al árabe y al latín, e innumerables veces comentado. Nos permite evaluar el poder que el hombre ejerce gracias al lenguaje. Discípulo de Platón durante veinte años, Aristóteles enseña la retórica en el ámbito de la Academia platónica, siendo aún muy joven, y, como su maestro, reconoce la relación entre la retórica y la dialéctica, acusa a los sofistas de la propagación de falsificación. La herencia platónica es indiscutible, pero el fundador del Liceo confiere al arte retórico una autonomía que Platón no le reconoció.
Aristóteles se interesa sobre todo en los argumentos lógicos que permiten producir discursos persuasivos. Para él este arte está al alcance de todo el mundo, y no solamente de los especialistas. Efectivamente, ¿quién podría afirmar que algún día no deberá respaldar una posición, y defenderse?
Aristóteles invoca cuatro argumentos para demostrar la utilidad de este arte. En primer lugar, puede ponerse al servicio de lo verdadero y de lo justo. En segundo lugar, el hecho que la retórica no está en el ámbito de una ciencia totalmente rigurosa la vuelve capaz de persuadir a un público numeroso. En tercer lugar, el arte de la retórica permite argumentar posiciones contrarias, lo que permite, no solo defender indiferentemente un punto de vista o su contrario, sino también rechazar adversarios impulsados por malas intenciones. Por último, la retórica es un medio de defensa más digno que la utilización de la fuerza. Sin embargo, Aristóteles señala que el uso injusto del poder del verbo puede causar graves daños; pero esto es así para todos los bienes, a excepción de la virtud.
Tres estilos y tres modos de persuasión
Según Aristóteles, todos los discursos públicos que apuntan hacia la persuasión pueden ser resumidos en tres estilos: el estilo deliberativo, el estilo apodíctico (del griego “epideiktikos, “que sirve para mostrar”) y el estilo judicial. El criterio principal que funda esta distinción es el rol dado al auditor, convirtiéndose rápidamente en tradicional. Es juez en dos casos, juez de una decisión que debe tomarse en el futuro en el caso deliberativo, juez de un juicio que ya fue pronunciado en el caso judicial y espectador en el estilo apodíctico, en el cual predomina el tiempo presente.
Las funciones y las finalidades de estos tres estilos son igualmente distintas. La función del estilo deliberativo es la exhortación o la disuasión, su función es mostrar lo útil y lo perjudicial; la función del estilo apodíctico es el elogio o amonestación, su finalidad es mostrar lo bello y lo noble, opuestos a lo feo y a lo vil; la función del estilo judicial es la acusación y la defensa y su finalidad es oponer lo justo a lo injusto.
El método racional que es común a los tres, recurre a tres modos distintos de persuasión. En primer lugar es la argumentación razonada, pero existen otros dos modos de persuasión, inherentes al carácter del orador y a los estados del alma del auditor. El aporte principal de Aristóteles en materia de retórica concierne al aspecto “lógico”. De hecho, es el primero en presentar una teoría coherente y elaborada de la argumentación retórica. La misma, puede utilizar dos tipos de razonamientos: el razonamiento deductivo, que es un silogismo llamado “enthymeme” basándose frecuentemente en premisas probables, hechas de probabilidades y de indicios. Si los indicios son verdaderos, toman el nombre de pruebas. Los “enthymeme” están destinados a demostrar o a rechazar una tesis o un hecho. En cuanto al razonamiento inductivo en retórica, se llama “ejemplo”, y existen dos categorías: una que evoca los hechos pasados, otra que inventa hechos, como lo hacen la parábola y la fábula. Éstas son algunas nociones, entre tantas otras, de las cuales Aristóteles hace un llamado en su teoría de la argumentación oratoria.
Carácter del orador, estados de alma del auditor
Además de su argumentación lógica, los discursos de los oradores son dependientes de factores más subjetivos: el carácter del orador, el estado del alma del auditor. Para inspirar confianza al público, el orador debe manifestar prudencia, virtud y buena voluntad. Es necesario también conocer su auditorio para poder adaptarse a él, y aprovechar kairos, es decir la buena ocasión oratoria. ¿El auditorio está compuesto de viejos, de nobles, de ricos, de poderosos? El orador debe conocer los caracteres de su auditorio. En cuanto a la persuasión que se obtiene por las emociones del auditorio, Aristóteles evoca catorce pasiones, en el sentido amplio de la palabra griega pathos como la cólera y la dulzura, la amistad y el odio, el temor y la seguridad. Las pasiones que el orador despierta pueden tener por efecto la modificación de la asistencia. Aristóteles recuerda a menudo que los medios que debe utilizar un orador deben ser conformes al espíritu del auditorio y a sus convicciones, que provienen de su cultura y de sus valores profundos. Va a utilizar expresiones retóricas y no de jerga técnica para demostrar, convencer, censurar un sujeto o hacer un elogio de otro. Es necesario combinar elocuencia y naturalidad para parecer verdadero y así cambiar el espíritu del auditorio al vincularlo a su causa. Esta causa al ser justa para la urbe, hace que el orador no sea un manipulador, sino un hombre dotado de moral al centrarse en el bien y la armonía. El aporte de Aristóteles es muy abundante, ya que encontramos aquí la sociología, psicología, política, y numerosos elementos de la ciencia moderna del lenguaje.
“Lugares comunes”, “casos de especies”
Para el Estagirita (Aristóteles nació en la ciudad de Estagira), el orador al cual se dirige no es el especialista de una disciplina, sino alguien al cual le corresponde expresarse sobre numerosos temas. Tiene que ordenar en su memoria, bajo títulos de capítulos distintos, numerosos datos que contienen argumentos que le servirán según las circunstancias. De ahí la noción de “lugar” (topo) que Aristóteles utiliza en su obra sobre la retórica. Se debe distinguir dos tipos de lugares: los unos son llamados “comunes” porque son aplicables a todos los ámbitos. Por ejemplo, el lugar que reúne lo posible y lo imposible tratando de demostrar que un acontecimiento sucederá o no. Otro lugar común es el de la grandeza: los oradores ponen más intensidad cuando se dirigen a una audiencia para aconsejar, alabar o culpar.
Otros lugares son propios de un ámbito y son llamados “especiales”. Por ejemplo, la guerra y la paz, la legislación, la felicidad, la virtud, el placer, etc.