Carlos Alberto Aguirre Betancourt
El filósofo colombiano Fernando González Ochoa (1895-1964) expuso un pensamiento rebelde, original y profundo, disperso en alrededor de quince libros que van desde Pensamientos de un viejo (1916) hasta La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962).
Entre sus tesis sobresalen:
·La concepción del tiempo como movimiento del espíritu, donde el hombre tiene que aspirar a la totalidad en todo momento.
·El gran mulato americano, que constituye su propuesta sociológica en la que resalta el potencial de América como cuna de un ser humano integral y de una colectividad con unidad ideológica y de conciencia.
·La filosofía como cultivo del yo, entendido como desarrollo integral de la propia personalidad. «Cuando un joven comprende que el secreto no está en lo que haga, en lo que diga, en el vestido, etc., sino en la energía interior, está maduro para la filosofía».((GONZÁLEZ, Fernando. Don Mirócletes. Medellín: Eafit 2014.))
·La teoría de los viajes (pasional, mental y espiritual), en donde entiende la metafísica como una gran forma de vida, dialéctica y dramática.
En 1903 es internado en el colegio de los padres jesuitas en Medellín. Aquí completa sus estudios elementales y comienza la secundaria. Esta época será definitiva en la configuración de su pensamiento, tanto por lo que acoge de la formación impartida por los sacerdotes como por lo que de ella rechaza y critica con violencia. Con los jesuitas intensifica su disposición introspectiva y se ejercita en el uso de métodos: para el autoexamen, para el autodominio, para el conocimiento de sí mismo. Concluye sus estudios en la Universidad de Antioquia, que le otorga el título de bachiller en Filosofía y Letras en 1917 y, dos años más tarde, el de doctor en Derecho. Para alcanzar este último, presenta una tesis titulada inicialmente «El derecho a no obedecer» y luego, a instancias del jurado, la tituló simplemente «Una tesis». En ella diserta sobre la situación económica y política de Colombia.
En su época se da, entre muchas otras cosas, un pensamiento político que rompe con el conservadurismo centralista en lo administrativo, pero no en los valores, y que se abre al diálogo con el liberalismo para favorecer el progreso comercial e industrial. Tal paradoja, caracterizada por una actitud liberal y abierta en el pensamiento, pero conservando un núcleo fuerte y genuino de valores tradicionales y católicos, se observa en la evolución de su filosofar, que inicialmente rompe con elementos viciosos de la tradición, para luego recuperarlos con una nueva y más profunda construcción de sentido (así ocurre, por ejemplo, con el concepto de remordimiento y con muchos valores religiosos).
Los años de maduración y ejercicio profesional en Colombia le permiten publicar dos libros: Viaje a pie, que es quizás su obra más conocida, en 1929; y Mi Simón Bolívar, escrito en 1930, al cumplirse el centenario de la muerte del Libertador. Lejos de ser una biografía, este libro presenta las reacciones que la figura de Bolívar produce en Fernando González.
Aquí asoma un rasgo fundamental de sus obras: a González no le interesa mostrar la verdad objetiva de las cosas
en un estudio de carácter científico, sino aquello que las cosas son para él al revivirlas. Aquí se revela un talante
hermenéutico en el pensamiento de González, pues recordemos con Gadamer que comprender es autocomprenderse. Ello sustenta, además, la relación intrínseca entre vida y filosofía: los temas de reflexión son sus propias vivencias, emociones y preocupaciones vitales. Este rasgo es típico de toda la obra de Fernando González.
En 1931 es nombrado cónsul de Colombia en Génova, adonde se traslada con su familia en 1932. Al año siguiente deberá retirarse del cargo debido a las presiones del Gobierno, que no estaba dispuesto a tolerar sus críticas a Mussolini. Entonces recibe el consulado en Marsella, donde ejerce su cargo entre 1933 y 1934. Estos trabajos le permitirán vincularse con importantes literatos y pensadores de Europa y ampliar su visión del hombre, profundizar en su búsqueda de Dios y afinar sus críticas a los pueblos latinoamericanos. Los museos, las calles y los cafés europeos fueron escenario de sus más bellas intuiciones filosóficas. Animado por su asidua contemplación de esculturas clásicas y renacentistas, produce un libro sobre el arte y la cultura occidental: El hermafrodita dormido.
Este largo distanciamiento también intensifica su conciencia de sudamericano solitario, que debe vivir como desterrado porque sus búsquedas no son comprensibles para sus contemporáneos. Esto lo lleva a escribir Don Mirócletes, publicado en París. Su estancia en Europa le permitió empaparse aún más del deseo de sublimidad y trascendencia, en las fuentes de la cultura clásica.
A su regreso a Colombia vivió su época más fructífera y de mayor compromiso intelectual, publicando El remordimiento (1935), Cartas a Estanislao (1935), Los negroides (1936) y la revista Antioquia (diecisiete números entre 1936 y 1945). Allí está incluida la novela Don Benjamín, jesuita predicador y El maestro de escuela (1941), última obra de este período, tras la cual se encierra en una época de silencio. Así termina este período de consolidación de su pensamiento, después de haber vivido su época de mayor esplendor, donde quedaron definidas las líneas fundamentales de su filosofía: los principios del método emocional, la conexión de la reflexión con el mundo vivencial, su insistencia en la vida filosófica, el empleo de los alter ego y su preocupación por manifestar lo auténtico del ser latinoamericano.
De 1953 a 1957 es nuevamente cónsul en Europa (Rotterdam y Bilbao). En el Viejo Continente se fraguan las ideas de su último libro filosófico, con el que rompe un silencio de dieciocho años: El libro de los viajes o de las presencias (1959), que puede tomarse como la conclusión de su pensamiento. En esta obra intercala reflexiones metafísicas con la narración de su reencuentro consigo mismo. Está convencido del fracaso de la metafísica tradicional, entregada por entero a la conceptualización. Fernando González apostó por una metafísica posible, pero no como concepto, ente de razón, construcción mental, sino como vida y proceso
dialéctico.
En 1962 publica su última obra, una novela: La tragicomedia del padre Elías y Martina la Velera. Ambos libros, sin embargo, tuvieron poca acogida en su momento y, a la muerte del autor en 1964, eran casi desconocidos en el ámbito intelectual y literario colombiano. Sus libros de esta época son los más filosóficos, los de mayor agudeza en el uso de los conceptos y en la formulación de categorías.
En los textos de Fernando González se puede hallar más de una definición de filosofía, aparentemente sin mucha relación entre sí, pero al conocer su pensamiento y ahondar en sus reflexiones, se puede evidenciar el hilo que une estas concepciones:
·«La filosofía surge como consecuencia de los instintos, del estado del alma y de las vivencias: es reacción a ellos y, por ende, se explica desde la vida del filósofo y a su vez lo explica a él».(( GONZÁLEZ, Fernando. Pensamientos de un viejo. Medellín: Eafit 2014.))
·«Es preparación para la muerte; su musa es la certeza de que la vida es limitada y no sabemos qué sigue después, pero necesitamos que haya algo después. Se convierte en meditatio mortis».(( GONZÁLEZ, Fernando. Ibíd.))
En este juego de claroscuros, bailan las reflexiones de Fernando González sobre la búsqueda de la sabiduría, una búsqueda intrínsecamente ligada a la vivencia. En estas concepciones muy propias de su primera etapa, se evidencia un marcado vitalismo; un rechazo por la falsa filosofía que antepone el intelectualismo sobre la vida.
Otro pasaje de su primera obra que remarca lo anterior es: «No doy derecho para juzgarme sino al que haya vivido la vida saboreándola con recogimiento. A ningún sabio de biblioteca doy derecho para juzgarme. Estas cosas no se aprenden, es preciso vivirlas»((GONZÁLEZ, Fernando. Pensamientos de un viejo. Op. Cit.))
Para él, la filosofía es construcción, es creación práctica que conduce a una convicción moral y, por tanto, a una vivencia natural de dicha moral:
·«Es filosofía de la personalidad, no como reflexión teórica, sino como ejercicio vital, camino para encontrarse y manifestarse»(( GONZÁLEZ, Fernando. Los negroides. Medellín: UPB. 1995.))
·«Filosofar es plantearse problemas sobre la vida y desear vivir de acuerdo con los principios éticos que se desprenden de la verdad vislumbrada».((GONZÁLEZ, Fernando. Libro de los viajes o de las presencias. Medellín: Bedout. 1973.))
·«Finalmente, es rumiar las vivencias, comprenderlas y conocerse en ellas».((GONZÁLEZ, Fernando. Viaje a pie. Medellín: Eafit 2014.))
Este intuitivo encuentro con las leyes de la naturaleza humana lo llevó a plantear una concepción mística, basada en la contemplación de las leyes de la vida y el universo:
·«Filosofar es atisbar la presencia de Dios en los fenómenos, tras los cuales se puede interpretar cómo es Él».((Cf. GONZÁLEZ, Fernando. Ibíd.))
·«Es un viaje hacia la intimidad, para alcanzar la vida beata». (( GONZÁLEZ, Fernando. Libro de los viajes o de las presencias. Op. Cit.))
·«Es descubrir las causas, los orígenes y los principios que hay debajo de los fenómenos para adivinar el hilo madre que sirve de eje a la tela efímera del devenir, captando la realidad casi en su ser originario».((GONZÁLEZ, Fernando. Remordimiento. Medellín: Bedout 1973))
Todas estas definiciones tienen como rasgo común el implicar la vida, permiten comprender lo vivido y hallar sus fundamentos; su función también es ética, plantea una manera de vivir.
Además, hay otra relación con la vida en estas definiciones, que supone ver en ella más que la simple sucesión: se trata de situarse en ella como horizonte absoluto, en su unidad y totalidad. En esta medida, la vida adquiere valor metafísico, pues resulta ser el campo de experimentación del Ser, que se hace fenómeno en la totalidad-unidad de lo mudable. Por eso la filosofía está llamada a proveer de una comprensión de los seres que lleve al Ser, es decir, a descubrir a Dios manifestado en los fenómenos; pero deberá plantearse siempre como viaje, nunca como llegada.
En efecto, para Fernando González la filosofía tiene una función existencial, debe vivirse, pues sus resultados no son las ideas universales transmisibles en los libros sino una renovación de la vida. Se despliega ante el filósofo, incluso el aficionado, como un camino. Enseñarla es solo indicar dónde puede comenzar la senda y prevenir acerca de algunos peligros y precauciones que han de observarse; pero el viaje tiene que hacerlo cada uno, porque sus vivencias son el itinerario y el fardo que carga es suyo.
«Una noche tendrán una visión: un camino interminable y entre tinieblas; verán que por él avanza uno que lleva una carga cada vez más pequeña, pues es giba de que se nutre, como el dromedario. Dirá cada uno: «Ese es mi espíritu que va solo con su carga, nutriéndose de ella». La giba es el cuerpo y las pasiones, instintos, deseos, hábitos, toda la materia de la vida terrestre. El disminuir consiste en que a medida que se vive, se cumplen los instintos, etc. Y el nutrirse consiste en que el espíritu adquiere sabiduría a medida que experimenta».(( Cf. GONZÁLEZ, Fernando. Remordimiento. Op. Cit.)) Es así como encontramos en las definiciones expresas de filosofía, una relación con la vida del filósofo, en cuanto comprensión de la trama vivencial, regulación ética y apertura al horizonte absoluto de la Vida; su concreción como tarea existencial de un sujeto; y su intento por comprender la muerte.
Otro componente esencial es la conciencia: filosofar es ascender en conciencia. Todo el tiempo actúa Fernando González movido por esta preocupación, que es el fundamento de su lema «Padezco, pero medito» y de su concepción de la vida como campo de experimentación y ascenso. De este componente se desprende el carácter emancipador de su filosofía, porque permite adquirir dominio sobre los procesos de la personalidad y controlarlos, de manera que se deje de actuar por reacción, por mecanización, esclavizado por la casualidad que determinan las
circunstancias. El reto está en descubrir todo aquello que está en potencia, todo lo que cada uno puede llegar a ser, como un ovillo que se va desenrollando, y la filosofía ayuda a desplegarlo.
Fernando González, en toda su obra, es un existencialista religioso, torna la palabra en vida y la vida en una aspiración de absoluto, de totalidad. Su pensamiento es concreto, vivencial, está fundado en la experiencia, y por lo mismo, a veces resulta paradójico y contradictorio.
Toda su obra es una autobiografía recreada en el plano estético, intelectual y religioso. Nada de lo que escribió está desvinculado de su experiencia concreta de hombre: sus libros no fueron solo pensados, sino padecidos, nacieron como respuesta al deseo por encontrarse, por comunicarse, de ser autocrítico y de resolver sus conflictos con la realidad, sin importarle que algunos de sus libros fueran prohibidos y condenados.
Estamos ante un hombre que se atrevió a pensarse y a denunciar los errores de la sociedad y que supo abrirse al mundo sin dejar de ser él mismo.
¿Podría un sedentario de este pueblo andino comprender al yanqui que se lanzó en bola de caucho por el Niágara, o al galo que atravesó el Atlántico en solitaria navecilla de vela? ¡Meses y meses en medio y en garras de ese divino monstruo glauco, oscuro, plata, oro! ¿Podrán nuestras mujeres comprender a la Lindy americana?El gran efecto del excursionismo es formar caracteres atrevidos. Que el joven se acostumbre a obrar por la satisfacción del triunfo sobre el obstáculo, por el sentimiento de plenitud de vida y de dominio. El hombre primitivo no comprende sino los actos cuyo fin es cumplir sus necesidades fisiológicas. Fernando González.