La guerra florida o la unión de los complementarios

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Un sacerdote portando el bastón florido de la guerra florida que fecunda la tierra.

Fernando Schwarz

El hombre ha de luchar durante toda su vida para reconciliar el espíritu y la materia de que está formado. Su ser interior se convierte en campo de batalla. Si gana el espíritu, su cuerpo «florece» y una nueva luz da fuerza al Sol. Esta «guerra florida», renovada en cada criatura consciente, esta simbolizada por dos corrientes divergentes y complementarias, una de agua y otra de fuego, que se unen en el centro del hombre. El trofeo que persigue el héroe de la guerra florida no es otra cosa que su alma, el centro unificador.

Por lo demás, la pirámide principal del Templo Mayor de México-Tenochtitlàn estaba consagrada a las dos divinidades que simbolizan la unión cósmica del agua quemada: Tlaloc, el dios de la lluvia, y Huitzilopochtli, el dios tribal de los aztecas, vinculado al fuego y a la guerra. El elemento generador no es, pues, ni el calor ni el agua, sino una combinación equilibrada de ambos. La guerra florida no tiene un objetivo material, sino un objetivo ritual.

Se trata de vencer a las potencias de la naturaleza y, para el hombre, de imponer su poder al mundo que lo rodea. Para él significa la ocasión de adquirir, por sustitución, los poderes encarnados en los animales. El hombre que reviste la piel del jaguar al que ha vencido se apropia de sus cualidades, de su potencia. La función «hombre» implica el dominio de las fuerzas de la naturaleza.

Del mismo modo, el papel nutritivo, germinativo, de la Tierra portadora de vida, no dominadora sino protectora, es eminentemente femenino. No hay antagonismo, sino complementariedad.

Por otra parte, la idea de la guerra participa en el movimiento y en la lucha de los elementos, gracias a los cuales vive el universo. La misma idea reaparece en el mito del Quinto Sol azteca, según el cual los dioses se sacrifican para que exista el mundo. La guerra sagrada o florida asegura la continuidad del cosmos, a través del fenómeno de participación consciente del hombre, cuyo sentido iniciático ha explicado perfectamente Christian Duverger.

El lenguaje simbólico precolombino propone una dinámica debida a las relaciones intercambiables entre géneros diferentes y contrarios, por ejemplo, el hombre-jaguar. De este intercambio contradictorio entre dos especies enemigas, una vertical, la otra horizontal, una inteligente, la otra vital, nace en el interior de dicho intercambio una conciencia, un ser que lo trasciende.

De una parte, las fuerzas del tigre, dominadas e integradas por el pensamiento humano, permiten a éste romper los límites estrechos de la razón v participar en la inteligencia cósmica; de otra parte, el sentimiento humano transforma el gesto feroz del tigre en un impulso de armonía.